Ella se llamaba Eloisa y no estaba debajo de un almendro, pues se lo comió. No solo las hojas tiernas, no, no. Lo devoró de raíz, en una sola tarde de intensa y ruidosa masticación. Como suele suceder con todas las cabras que en el mundo han sido, Eloisa tenía un apetito que haría palidecer a un agujero negro.
El problema no fue el almendro en sí, que a nadie le importaba demasiado (excepto a Don Pancracio, el vecino de 97 años que solía sentarse a su sombra para contar batallitas). El problema fue el secreto que Eloisa desenterró al llegar al mismísimo tuétano de las raíces.
Resulta que, en lugar de la piedra de la paz mundial o un mapa del tesoro, la cabra encontró… ¡un juego de cubiertos de plata! Y no un juego cualquiera, sino el de la abuela de la familia Briones-Ojeda, que había desaparecido misteriosamente hace décadas.
La matriarca, Doña Clotilde (una señora tan melodramática que hasta sus bostezos parecían óperas), vio a Eloisa con una cuchara de postre colgando de un cuerno y gritó:
«¡Eloisa! ¡Devuélveme la cubertería que es de una saga familiar muy loca y no es parte de tu dieta! ¡¿Es que vas a desenterrar también el misterio de mi juventud?!»
Eloisa, lejos de asustarse, eructó con un sonido que sonó sospechosamente a «No prometo nada» y empezó a correr. Corría con la gracia de un buzón con patas, con la cuchara de plata brillando al sol, mientras los familiares de Doña Clotilde (todos igual de excéntricos) salían de la casa:
- Fernando, el novio misterioso, la persiguió intentando atraparla para que no revelara… ¡que él era alérgico a las almendras! Un secreto terrible, sin duda.
- Mariana, la prometida de Fernando, corría detrás de él con la ilusión de que la persecución de la cabra revelara que él era, en realidad, ¡un príncipe ruso disfrazado!
- Y Don Ezequiel, el tío raro que nunca se quitaba el sombrero hongo, solo salió para regañar a Eloisa por no haber dejado ni una sola almendra para hacer mazapán.
Finalmente, Eloisa se detuvo en medio del jardín, con la respiración entrecortada y un trozo de corteza de almendro atascado en el diente. Doña Clotilde se acercó jadeando, dispuesta a recuperar su tesoro, cuando la cabra, con un movimiento rápido, escupió la cuchara… y, de paso, un trozo de papel arrugado.
El papel decía, con una caligrafía impecable:
Nota: Querida Clotilde, el misterio no era tan profundo. Me llevé la plata para comprar más pienso para Eloisa. Era una cabra con un potencial dramático increíble. Atentamente, Tu Tía Abuela, la menos loca de la familia (lo cual no es decir mucho).
Eloisa, ajena al drama resuelto y a la historia teatral que había desenmascarado, simplemente se acercó a un rosal. Empezó a mordisquear una rosa roja con una concentración monacal.
Moraleja: Si tienes un secreto inconfesable, no lo entierres. ¡Una cabra siempre lo encontrará! Y si tienes cubiertos de plata, no los escondas cerca de algo comestible.
¿Quieres que te cuente qué hizo Eloisa después con el rosal y si Don Pancracio pudo encontrar otra sombra?

