Un casi muerto, pero menos


Me despierto a las seis en punto de la mañana y caigo en la cuenta de que hoy es un día como otro cualquiera mientras escucho repicar las campanas de esa iglesia que es completamente ajena porque soy ateo. Bueno — me digo tanto para mis adentros como a las campanas — al menos mañana será otro día.


No obstante permanezco tumbado en la cama: para qué me voy a levantar si es un día como otro cualquiera. Mientras, en la casa del cacique que es al mismo tiempo alcalde del pueblo, se oyen graznidos de ocas, así como el quiquiriquí de los gallos, el cloc-cloc de las gallinas y diversos ruidos que me ha sido imposible identificar. Tal vez sean las verdes hojas de los alamos, suaves y livianas, el ruido del alba o la esperanzadora lluvia que no llega a pesar del tiempo transcurrido desde que los meteorólogos anunciaran que iba a llover. De esto hace ya mucho tiempo.
La razón para no levantarme de inmediato se debe a una pereza crónica adquirida tiempo atrás, no se sabe cómo, a pesar de las muchas consultas médicas que realicé siendo más joven que ahora. De esto, para qué voy a engañaros,hace muchos años.
En la habitación contigua, donde apenas habitan los recuerdos, se oye un débil ronquido. A pesar de que apenas alcanzo a oirlos, deduzco que son ronquidos de un pasado que apenas distingo, porque en mi pasado hubo muchos ronquidos. Pero, eso sí, son ronquidos imaginarios porque en la habitación contigua ya no quedan ni los recuerdos. Murieron antes que yo. Hay algo extraño y solitario en el hecho de permanecer tumbado y despierto sobre el lecho y sentir al mismo tiempo que ya no estás. Pero he desarrollado, aparte de mis propios problemas tumescentes, una especie de conocimiento de lo difícil que es para un muerto intentar mantener una vida sexual sana y libre de pecado, o eso dijo mi abuelo poco antes de suicidarse.
Mi abuelo un hombre capaz de hacerlo todo menos quitarse la vida por su mano, acudió a un menciñeiro que conoció en la taberna en la que solía tragar cerveza mientras escupía y golpeaba la mesa como un poseso, al tiempo que se golpeaba las rodillas y escupía entre la neblina de humo pestilente de los cientos de jubilados que tenía como amigos.
Total, que murió en manos del menciñeiro tras la ingesta de una copa de cicuta traída por unos marineros griegos, que una noche de luna llena arribaron a la costa tras un naufragio gravoso que le costó la vida al capitán, célebre hombre de la mar como no hubo otro a la redonda.


Y sigo tumbado en la cama, sin saber si estoy muerto o es domingo, porque los domingos en este pueblo no se celebran funerales, y mucho menos responso del cura al que le encanta tocar las campanas para entorpecer el sueño de los justos.
Tal vez, mañana, que será un día como otro cualquiera, me levante como si nada hubiese pasado.