Vuelo de Banderas Gay


La mañana amanecía envuelta en una tenue niebla azul, un velo que parecía acariciar las nubes y difuminar los contornos del mundo. En esa atmósfera etérea, mis pensamientos se perdían entre las quimeras, esos fantasmas mentales que tejen ilusiones a partir de deseos y anhelos. La cannavina, esa planta ancestral conocida por sus propiedades visionarias, flotaba en mi mente como un recuerdo persistente.

De pronto, una imagen surcó la niebla: banderas arcoíris ondeando al viento, símbolo de libertad y diversidad. Eran vibrantes, desafiantes, llenas de vida, desafiando las sombras que intentaban ahogarlas. Las vi flotando sobre un horizonte infinito, cada color un grito silencioso de esperanza, de aceptación, de amor sin fronteras.

Sentí una punzada en el pecho, un nudo de emoción que se desprendía de la belleza de esa visión. Las banderas gay eran más que simples telas; eran un testimonio del camino recorrido, de las luchas ganadas y las batallas por librar. Eran un recordatorio constante de que la dignidad humana no conoce límites ni etiquetas, que el amor es un derecho universal que nadie puede arrebatar.

La niebla azul comenzó a disiparse lentamente, dejando tras ella un cielo despejado. Las banderas seguían ondeando, ahora más nítidas, más reales. Y en ese momento comprendí que la cannavina no solo me había regalado una visión, sino que me había abierto los ojos a una verdad fundamental: el mundo necesita más colores, más voces, más amor.