
Doña Hermenegilda suspiró mientras desempolvaba un pequeño abrigo de lunares para chihuahuas. Su tienda, «Guau qué Elegancia», ubicada en el corazón de Boiro, era un sueño hecho realidad. Estanterías repletas de impermeables diminutos, jerseys de lana suave, e incluso pequeños esmóquines para ocasiones especiales, aguardaban a sus peludos clientes. Sin embargo, la realidad era tozuda como un bulldog francés que no quiere salir a pasear.
La gente de Boiro amaba a sus perros, eso era innegable. Se veían correteando por las plazas, ladrando con entusiasmo en los parques y recibiendo mimos generosos en los portales. El problema, como Doña Hermenegilda había llegado a comprender con una mezcla de frustración y resignación gallega, era la proverbial «responsabilidad».
Los dueños entraban a la tienda con sus canes a cuestas, admiraban los coloridos chubasqueros, exclamaban ante la monería de los gorritos de punto, pero a la hora de comprar, las excusas florecían como las algas en la ría.
«Ay, Doña Hermenegilda, es que mi Rufo es tan revoltoso… ¡seguro que me lo rompe al minuto!» decía una señora, mientras Rufo, un terrier de pelaje enmarañado, intentaba zamparse un expositor de lacitos.
Otro día, un joven con un imponente pastor alemán llamado Thor se maravilló con un chaleco reflectante. «¡Ideal para nuestros paseos nocturnos!», comentó. Pero al escuchar el precio, su entusiasmo se desinfló como un globo pinchado. «Uf, es que Thor crece tan rápido… ¡para el invierno ya le quedará pequeño!». Thor, ajeno a la precariedad económica de su dueño, meneaba la cola con ilusión.
Las rebajas no ayudaban. Los carteles de «¡Precios de locura!» y «¡Tu mascota a la última moda a un precio increíble!» parecían invisibles para los paseantes. Doña Hermenegilda veía cómo los dueños compraban sacos de pienso enormes y juguetes chirriantes en otros establecimientos, pero para la ropa… para la ropa siempre había un «ya si eso», un «quizás más adelante».
Incluso había organizado un desfile canino benéfico en la plaza del pueblo, con la esperanza de despertar el interés por la moda perruna. Varios canes participaron, luciendo sus mejores galas (la mayoría, collares y algún arnés elegante que ya poseían). El evento fue divertido, los vecinos rieron y aplaudieron, pero las ventas posteriores en la tienda fueron decepcionantes.
Doña Hermenegilda se apoyó en el mostrador, observando a un grupo de niños jugar con un caniche blanco y lanudo justo afuera. El perro llevaba un collar raído y su pelo necesitaba un buen corte. «Qué lástima», pensó, «con lo guapo que estaría con uno de mis abrigos de borreguito».
Un día, sin embargo, algo cambió. Una turista alemana, fascinada por la peculiaridad de una tienda de ropa para perros en un pueblo marinero, entró y compró varios conjuntos para sus dos teckels. Al día siguiente, otra turista hizo lo mismo. Y a la semana siguiente, un grupo de excursionistas se detuvo y adquirió unos impermeables para sus schnauzers, previendo el clima impredecible de la costa gallega.
Doña Hermenegilda se dio cuenta de algo importante: quizás los habitantes de Boiro aún no habían comprendido la alegría de ver a sus compañeros peludos con un toque de estilo, o la utilidad de protegerlos del frío y la lluvia con prendas adecuadas. Pero el mundo era grande, y Boiro, aunque pequeño, recibía visitantes con otras sensibilidades.
Con una renovada esperanza, Doña Hermenegilda decidió enfocar su publicidad hacia los turistas, destacando la originalidad de sus diseños y la calidad de sus materiales. Colocó carteles bilingües y contactó con los hoteles de la zona.
Poco a poco, «Guau qué Elegancia» comenzó a prosperar. Los turistas se llevaban encantados los pequeños tesoros textiles para sus mascotas, y algunos vecinos de Boiro, al ver los elegantes canes foráneos, empezaron a reconsiderar sus propias prioridades. Quizás, después de todo, un buen impermeable no era un lujo, sino una muestra más de cariño hacia su fiel amigo de cuatro patas. Y Doña Hermenegilda, con una sonrisa renovada, seguía desempolvando con ilusión sus pequeños abrigos, sabiendo que en algún lugar, un perro presumido estaba a punto de estrenar modelito.