Sentado frente al ordenador


Recuerdo el sueño, o más bien la pesadilla fragmentada, que me arrancó del letargo a una hora inusualmente temprana. Imágenes difusas de una discusión, voces elevadas, y esa sensación de impotencia que aún me oprime el pecho. Apoyé la cabeza en mis manos, frotándome las sienes, como si pudiera borrar el eco de esa incomodidad. La cafetera, fiel compañera de mis mañanas, no logró disipar la neblina que empaña mi ánimo. Ni siquiera el aroma del café recién hecho, ese bálsamo habitual, consiguió despertarme del todo.

Mis dedos teclean al azar, un par de palabras sin sentido que inmediatamente borro. Es inútil. La creatividad, hoy, parece haberse tomado unas vacaciones indefinidas. Me levanto y me acerco a la ventana. La calle, todavía adormecida, empieza a cobrar vida con el ir y venir de los primeros transeúntes. Observo a una señora con su perro, a un repartidor que silba una melodía desafinada, a un autobús que avanza lentamente. Intento encontrar una chispa, un detalle que me sirva de ancla, pero todo me parece monótono, sin brillo. Vuelvo a sentarme, derrotado. El ordenador me espera, paciente, con su pantalla inmaculada, recordando que el tiempo avanza y la página sigue en blanco.
Hoy no hay nada, mi inspiración ha muerto. Tal vez mañana…